Un recuerdo de Esperanza Cifuentes


El 12 de noviembre de 1988, recalé en Madrid con motivo de una exposición colectiva en la que participé (Ateneo de Madrid, Libros de Artistas). Allí me reencontré con Esperanza Cifuentes.
Por aquellas fechas inicié la investigación que desembocaría en mi tesis doctoral, por lo que viajaría a Madrid con cierta frecuencia.
En una de mis visitas le pedí a Esperanza que escribiese un artículo sobre Las meninas de Velázquez.
Este post está dedicado a su recuerdo


“LAS MENINAS”: escorzos literarios

Esperanza Cifuentes

Alguien me pide “algo” sobre “Las Meninas”. Una mujer que investiga el misterio velazqueño, en su tesis doctoral; una pintora fascinada por “la magia” del sevillano, viviente en su obra, pretende mi opinión (¿algo nuevo?) respecto al espulgado tema. Pero compromiso obliga.
Diré que Las Meninas abren un hueco en la sala XXVII del Museo del Prado: Galería dedicada a Velázquez. Es la ventana universal y transhistórica de Madrid. Por ella vuelan nostálgicas miradas. Las perplejas multitudes descargan indelebles espirales, interrogantes activos, que suben al cielo del maestro, colándose por su boca de luz: La del cuadro. Ese contrapunto inverosímil en su época. Extravagancia vapuleando las mentes óxidas, del motejado siglo de Hierro.
¿Qué dijeron tus contemporáneos, D. Diego, cuando tu esfuerzo se dilapidó en lucerna, hiriendo de amor intemporal el retrato de La Familia, y nos lo dejaste así, traspasado, haciendo camino hasta en núcleo de lo divino? Esa es mi pregunta. Derribaste el muro de la finitud, legándonos la escala de Jacob, la que enlaza lo bajo con lo alto: el corredor de loa ángeles. Más atengámonos a “la tierra”. La buena: la hecha sangre y carne sobre la piel áspera del lino:
El pintor queda meditando, paleta en mano: potencialidad de sueños seculares. Los reyes no abandonan la pose. Hieráticos, aguardan la corte habitual de admiradores: el grupo doméstico. El espejo embrumado los apresa con halos metálicos. Aguantan ahí, tiesos en el azogue, conservados para las generaciones, monárquicos hasta la médula. Son las piezas fundamentales del ajedrez: el tronco de La Familia. La cámara los registra objetivamente, aunque velados y con efectos retrovisores; tomados de frente, para devolvérnoslos después (¿ahora?) Y siempre. ¿Símbolo del proceso institucional? La corona, congelada, omnímoda, supremo poder en el mundo, reflejo de aquel otro invisible y aherrojado en la luz, tras la puerta abierta. Ellos dos, la real pareja, flotan en la memoria colectiva, suavizados por doble pátina: la del cuadro y la del espejo.
Felipe IV ignoraba su entrada en la inmortalidad a través de unos pinceles: los de D. Diego, el sevillano, de cuya transparencia hermética saldría bañado en calimas ferruginosas, quizá para mejor significar su época: el duro siglo XVII.
Doña Mariana luce peinado ampuloso (¿el de las múltiples trencitas?), y su regio consorte se le arrima tierno, tal vez por imposición técnica.
Ella y él: los están pintando. Por eso acudieron revoloteando damas y caballeros, perro e infanta. Les entretiene ver manchar la tela; les divierte la seriedad del andaluz aplicado a su oficio; les encanta contemplar a los reyes metidos en cintura, inmóviles y sojuzgados por D. Diego.
María Agustina Sarmiento no sabe qué hacer con el búcaro rojizo. Margarita, imantada por sus padres, flechando nuestros corazones, infantilmente remolona, queda mano en suspenso, sin acertar con lo que se le ofrece. ¿Contiene algo la jarrita? ¿Simboliza la vida? ¿El conocimiento? ¿La transferencia de poderes?
Maribárbola y Nicolasito parecen contrapesar el lado ideal formado por Velázquez consciente, la monarquía y el pueblo, y emparentarse a la “materia prima”, expresada en la deformidad y lo ambiguo de su apariencia, ni adulta ni infantil. El pie izquierdo (¿inconsciente?) del enano sobre el perro, tan pasivo, inclina la balanza hacia la simple naturaleza, que todo lo realiza, pero nada se interpela: el misterio humano, separado un escalón de la irracional carne. Desde el can a doña Isabel, hay una escala de valores. Nicolás, hermanado al animal, quien acoge su dominio sin inmutarse, como si hubiera nacido para escabel. Esto no excluye la relación fraterna, visible en la bonanza del gesto por parte de ambos: perro y hombrecito. Maribárbola no mira el modelo (los supuestos reyes); nos reta a nosotros, los espectadores. Sus pupilas buscan las nuestras. La mano izquierda sobre el pecho denota sentimiento, quizá nos compulsa al amor gratuito: cúspide en la búsqueda sapiencial.
La sierpe, concebida escalera ascendente, de esta parte del “cuadro”, tiene otro vértice en Isabel, la doncella prudente, que vela por mantener el fuego de su lámpara interior. Inclinada hacia la fuerza centrípeta, la princesa, que antes de romper su “mismidad”, se la devuelve, como si de un símbolo externo se tratara, conserva, a mi juicio, íntegra su gravidez personal. Su individual forma de estar, nos abarca a nosotros, incursos en la Historia, en idéntico río humano, aunque más sosegado y democrático, gozando de mayores iniciativas (al menos, en teoría), y, al ejemplo de quien suscita nuestro comentario, más libres.
La dueña parlotea retraída (¿presa de su banalidad?). ¿Representa el peligro de toda mujer “no individualizada”? ¿La sombra “jungiana” de Isabel? ¿El demonio femenino? Junto a ella, el guardadamas, caballero gastado por la edad, beatífico en su actitud resignada, aguantando el chaparrón verbal de la compañera, y, no obstante, atento al presente, y, por ello, catapultado al futuro, redimiendo, sin saberlo, la despreocupación de la dueña. En segundo examen lo retomamos un tanto femenil, tan pasivo como el perro, y a doña Marcela de Ulloa, llevando “la voz cantante”, como si hubieran transpuesto sus naturalezas.
Al final, el personaje vestido de negro; recortado en el boquete de luz robado al cielo. Por segundo apellido también Velázquez, y aposentador, para mayor sincronía. ¿Quiso D. Diego donarnos la clave de su identidad, mediante el último eslabón de la cadena?
Si la luz caracteriza la obra del maestro, este hombre enlutado, sito en el contraste, nos la ofrece. Abre una puerta para salir de la cámara en penumbra. ¿O entra? La posición de sus piernas –la derecha en el escalón superior- sugieren que intenta abandonar la pieza. Su rostro nos llega maduro: es alguien que está “al cabo del asunto”. Dentro y fuera. Abarcando la totalidad, y libre de ella, en la estructura palaciega, y más allá, trascendiendo la institución, el oficio, el cargo, e incluso la existencia. Es Velázquez desdoblado; su cuerpo astral revisando al hombre actuante y su obra; inmerso en luminosidad platónica; en la pura idea; en el acto creacional; en lo absoluto: ¿Repaso “post-mortem”? Su dios cristiano (presente en la cruz roja de la Orden de Santiago, regalo monárquico, bordada en el jubón) derrochado en llamarada espacial, al fin de todo, cuando ya no importa sino la vocación realizada y nuestra filiación divina, asumida como intérpretes del cosmos: lo protocreado; este fenómeno llamado vida.
Las Meninas o La Familia no es un cuadro. ¿Podría parcelarse la esencia de lo eterno? Hay que asumir el retrato de golpe y por vía intuitiva primero; tamizado el deslumbramiento; lo analizaremos por etapas, conforme nos dicte el intelecto. El maestro nos guiará complaciente, si ve en nosotros buena voluntad. No es tarea bruta, ni académica, pues no se trata de un efecto plástico; es la metapintura; la “dinámica” del pretendido cuadro: su “asunción” interna; las leyes que hacen posible toda composición pictórica, aquí, en nuestro siglo XX, y antes, en el XVII. Velázquez nos mostró su mente, extendiéndola en un lienzo. De ahí, el pasmo. El reto nunca satisfecho.


Alameda, 10, Madrid
31 de octubre, 1990


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